domingo, 19 de diciembre de 2010

Las paradas biológicas y la pérdida de rentabilidad colocan al sector pesquero al borde del abismo

A Rafael Núñez, patrón del 'Manuel Antonio I', no le extrañó que sus hijos quisieran cambiar las mecidas en la cubierta del barco por la cabina climatizada de un tráiler. Ni los 35 años de faena que le han calado a su padre el salitre hasta los huesos, ni el deber relativo de continuar con una larguísima tradición familiar, impidieron que los dos chavales, cansados de bracear en mitad de un temporal que parece eterno, decidieran amarrar su futuro a tierra. «Es lo que hay», constataba Rafael esta misma semana en el puerto de Bonanza, con la estampa simbólica de la flota anclada y silenciosa de fondo, mientras un puñado de compañeros discutían otra vez sobre fútbol y cosían las redes al sol.
Ellos, los marineros, los transportistas y los viejos operarios de las lonjas hablan de la crisis de la pesca en el Golfo de Cádiz con la misma resignación antigua y cansada con la que el proletariado habla del desmantelamiento industrial de la Bahía, con el mismo tono que oscila entre el coraje y la abdicación definitiva, alternando la rabia y la renuncia sin necesidad de cambiar de frase. La realidad es un espejo inapelable, y la gran pregunta, la que puntea las conversaciones cotidianas y les amarga el café diario, se repite obstinadamente desde hace años: «¿Qué podemos hacer nosotros?».
Poco. Casi nada. Los actores que fijan las reglas del juego se han disfrazado de entidades etéreas, señores sin nombre, sin cara, políticos y técnicos que ordenan y desordenan desde el parapeto de las instituciones, cada vez más sometidas a las esclavitudes de la globalización. Nadie es culpable porque todos son subsidiarios de un organismo superior, y en la cima reina una especie de demiurgo sordo que ahora se llama 'mercado'.
La Unión Europea, para Rafael Núñez, José Antonio Rodríguez o Marcos López, resulta igual de cercana y tangible que los anillos de Saturno, por mucho que sea en Bruselas donde se corta el bacalao. «Alguien decide que tengo que renovar las artes de mi barco, y yo me veo quemando cinco mil euros en redes porque, supuestamente, ya no me sirven», dice Manuel Torreón, jubilado a duras penas, apurando una mañana pesada y lluviosa en una tasca del puerto.
Eso, más o menos, es lo que les tortura. Que un movimiento estratégico de Washington hace subir el barril de Brent y luego a Miguel Moreno Bernal no le salen las cuentas del gasoil, así que tiene que refinanciar sus deudas en una de esas compañías de créditos a la carta que se anuncian por la radio como si fueran ONG, y decirle a Rosario, su mujer, que se las apañe para que la carta de los Reyes no sea un menú de frustraciones. El precio del petróleo manda sobre los juguetes de los niños. «¿Qué podemos hacer?». Poco. Casi nada.
La peor parada
A estas historias, claro, hay que ponerle datos, aunque en este caso todos requieren de una segunda lectura. Los números dicen, por ejemplo, que el tonelaje de la producción pesquera en Cádiz se ha reducido en un -17,34% desde 2005. El varapalo a la lonja de Cádiz capital (-18,2 en kilos, y -29,69% en euros), o la de El Puerto (-46,34% en kilos, -25,37% en euros), se amortigua gracias a Barbate, por ejemplo, que ha incrementado sus cifras un 177,31%, lo cual no deja de ser un alivio para una población que, junto a Tarifa, presenta la tasa de dependencia pesquera más alta de la provincia. No obstante, el peligro es que las lonjas funcionan, para los pescadores, como intermediarias independientes, y ocho de las diez gaditanas están perdiendo facturación en origen. Dicho de otro modo: que las ventas en Algeciras vayan bien no saca del apuro a los marineros de Sanlúcar.
Cada vez que hay un golpe de timón a las políticas pesqueras, cada vez que se tuercen las cosas con Marruecos, es Cádiz la que sale peor parada. La provincia ha perdido el 6,8% de su aportación productiva al conjunto andaluz desde 2004, pero 4.247 personas todavía viven del sector, muchas más que en Huelva (3.499) y que Málaga (1.211). Un paso atrás en cualquier balance no tiene la misma repercusión para el caladero del Golfo, ni cuantitativa ni cualitativa que, por ejemplo, en Almería. En los últimos años la provincia ha visto cómo 56 de sus barcos iban al desguace y si no van más es porque los armadores esperan a los periodos de convocatorias de ayudas para no hacerse cargo en solitario de los gastos derivados del desmontaje.
A cualquiera que desconozca las particularidades del sector puede que estos datos no le resulten especialmente escandalosos, explica Germán Alcina, presidente de los armadores de Sanlúcar. «Pero el problema es que la pesca, hoy por hoy, no sólo no puede perder dinero, sino que tiene que aportar mucho más para que podamos hacer frente a las hipotecas que tuvimos que pedir cuando Europa nos obligó a modernizar la flota, o para soportar las paradas biológicas, cada vez mayores y con menos ayudas públicas, que el caladero necesita para recuperarse».
Antonio Ares, el presidente de los armadores de El Puerto, apunta otra idea fundamental: «Nosotros no queremos un sector subsidiario; no queremos depender de las ayudas; pero sabemos que es posible actuar en algunos temas, como el precio del pescado y la caída de ventas que podrían servir para levantar las cifras. Es ahí donde le pedimos a las administraciones que intervengan». Para Ares, «hace años que las personas que dirigen la política pesquera, por lo menos a nivel andaluz, no tienen ningún conocimiento del mundo del mar, y eso se nota a los tres minutos de hablar con ellos. Nos parece una falta de respeto». El reproche es extensible a algunas organizaciones pesqueras. «Ellos sí conocen la realidad con la que lidiamos, pero su desdén y su inmovilismo es absoluto. No se mojan, ni siquiera cuando estamos llegando a una situación tan límite», insiste.
Algunos de los pescadores sospechan, incluso, que lo que las autoridades le están haciendo es una especie de reciclaje forzoso, sin tener que desembolsar compensaciones: «No nos están echando -dice Miguel Moreno Bernal-. Están consiguiendo que abandonemos. Y hay muy poco que podamos hacer». Casi nada.